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Calentamiento global, Permafrost y Metano, la tormenta perfecta

Probablemente la mayoría de la población no han escuchado siquiera la palabra Permafrost. Indaguemos un poco sobre el concepto, su significado y la peligrosa realidad que esconde.

Permafrost en la Tundra de Siberia

El Permafrost  es la capa de subsuelo de la corteza terrestre que se encuentra congelada de manera permanente. (No es hielo es  suelo congelado, materia orgánica). Este suelo congelado, puede ser extremadamente pobre, de arena y roca, o ser tremendamente rico en materia orgánica, con restos de plantas y animales.

El permafrost tiene una edad geológica de más de 15 mil años y ocupa entre el 20 y el 24% de la superficie del  planeta, y se encuentra en las regiones muy frías o periglaciares.  Puede encontrarse en áreas circumpolares de Canadá, Alaska, Siberia, Tíbet, Noruega y en varias islas del océano Atlántico sur. Más del 63% del territorio ruso se asienta sobre zonas de permafrost.

Durante miles y miles de años, el permafrost del Ártico ha acumulado enormes reservas de carbono orgánico, entre 1460 y 1600 gigatones, casi el doble del carbono que hay en la atmósfera y el triple de carbono que almacenan todos los bosques del mundo.

El permafrost actúa como una enorme y gigantesca jaula de residuos de carbono, normalmente plantas y animales, que durante las glaciaciones y la congelación del terreno, se han ido descomponiendo.  Pero con el aumento de las temperaturas, esta jaula está cediendo. Recordemos que 2015, 2016, 2017 y 2018 son los cuatro años más cálidos desde que hay registros fiables (finales del siglo XIX), según lo que informa la Organización Meteorológica Mundial (OMM). Es más, en 20 de los últimos 22 años se han registrado récords de temperaturas, según el órgano dependiente de la ONU. Producto de este fenómeno los suelos que han permanecido cientos o miles de años congelados, se están comenzando a descongelar.

La liberación de esos gigatones de gases en la atmósfera es el dato que alarma, según advierte un informe publicado recientemente por el IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático).

Mientras que el carbono ha permanecido “enjaulado”, atrapado por el permafrost no ha existido problema. Ahora que, con el aumento de la temperatura, se comienza a perder la capa de permafrost, la materia orgánica descompuesta se libera en forma de dióxido de carbono y metano, que coincidentemente son los dos principales gases de efecto invernadero.

Esto ya está ocurriendo en la tundra de Alaska. Los suelos de Alaska están actuando como emisores de CO2 a la atmósfera (registrándose un incremento del 73% desde 1975).  Además de retener a modo de jaula al carbono, también hace de “jaula” de enfermedades de las que eran portadores los animales que quedaron congelados y que al igual que los gases, también son liberados al medio y que ya han causado episodios mortales.

A mediados del año 2016 se produjo un brote de ántrax (Bacillus anthracis) en la Península de Yamal, al norte de Siberia, Rusia, y que provocó la muerte de un niño, más de 100 hospitalizados, la muerte de más de 2000 renos y el envío de brigadas de vacunación llegadas a la zona para inmunizar a más de 25 mil renos.

El ántrax, también conocido como carbunco, volvió a atacar a Rusia. Originalmente esta fue una epidemia que afectó a los renos en los años cuarenta. Murió mucha gente en aquella época. El bacilo del ántrax forma unas espóras que son muy resistentes y pueden permanecer latentes en el sustrato, en la carne del animal muerto o en el hueso durante décadas. Al liberarse se puede transmitir por inhalación, por ingestión o por contacto. Las autoridades locales confirmaron que el brote se debió al calor extremo.

La congelación perpetua -permafrost- tenía enterrados los cadáveres de los animales que habían muerto por brotes sucedidos decenas de años atrás. Por culpa del calentamiento global, muchos cadáveres han emergido y la infección se ha vuelto a extender. La bacteria puede sobrevivir en el suelo hasta más de cien años.

El derretimiento del permafrost provoca emisiones de gases de efecto invernadero. Pero el agua estancada acelera el peligro. El gas que burbujea en el lodo privado de oxígeno bajo los estanques y los lagos no es solo dióxido de carbono, sino también metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente que el CO2. La ecologista Katey Walter Anthony, de la Universidad de Alaska, Fairbanks, lleva veinte años midiendo el metano que sale de los lagos árticos. Sus últimos cálculos, publicados en 2018, sugieren que los nuevos lagos creados por deshielo abrupto podrían casi triplicar las emisiones de gases de efecto invernadero estimadas del permafrost.  Decenas o centenares de gigatones de dióxido de carbono y metano, podrían quedar liberados para el año 2100 debido al calentamiento global.

Recientemente, el IPCC publicó un nuevo informe sobre la más ambiciosa de las dos metas de temperatura adoptadas en la Conferencia de París de 2015. El planeta ya se ha calentado en torno a un grado Celsius desde el siglo XIX. Según el informe, limitar el calentamiento global a 1,5 grados centígrados en lugar de a dos grados expondría a 420 millones de personas menos a olas de calor extremas frecuentes y reduciría a la mitad la cantidad de plantas y animales que se enfrentarían a la pérdida de hábitat. También podría salvar algunos arrecifes de coral y hasta dos millones de kilómetros cuadrados de permafrost. Pero, según el IPCC, para alcanzar el objetivo de 1,5 grados, el mundo tendrá que recortar las emisiones de gases de efecto invernadero un 45 por ciento para 2030, eliminarlas por completo para 2050 y desarrollar tecnologías para absorber grandes cantidades de gases de la atmósfera.

Pero este reto puede ser aún más crudo. El informe de la meta de 1,5 grados fue el primero en el que el IPCC tenía en cuenta las emisiones del permafrost, pero no incluía las emisiones por deshielo abrupto. Los modelos climáticos aún no son lo bastante sofisticados como para captar ese tipo de cambio topográfico rápido. Pero a petición de National Geographic, Katey Walter Anthony y Charles Koven, modelista del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, han hecho cálculos aproximados para incluir las emisiones por deshielo abrupto. Para limitar el aumento de la temperatura a 1,5 grados, estiman que deberíamos reducir a cero las emisiones de nuestros combustibles fósiles, 6 años antes de la fecha planteada en Acuerdo de París, es decir, en 2044. Esto nos daría solo un cuarto de siglo para transformar por completo el sistema de energía global.

Un estudio recientemente publicado en la revista Science concluye que las medidas pactadas en el Acuerdo de París, con tal de reducir el calentamiento global a medio y largo plazo, son insuficientes. Todo por culpa del metano, un gas de origen natural que tiene la facultad de calentar el planeta de forma mucho más eficiente que el dióxido de carbono (CO2). Podemos regular las emisiones del CO2 pero difícilmente las de metano, cuyo origen es casi un misterio para el ámbito científico. Supuestamente, desde que se firmó el tratado debería estar perdiendo presencia en la atmósfera. Eso se preveía. Sin embargo, en los últimos años se ha disparado, sobre todo a partir de 2014.

El metano se descompone en la atmósfera más rápido que el dióxido de carbono, pero una sola molécula, en un lapso de cien años, es capaz de causar entre 28 y 26 veces más calentamiento que otra de CO2. Según la investigación, la concentración de metano en 2017 ya era de 1,850 partes por billón (ppb) frente a las 1,775 ppb que se cuantificaron en 2006.

En conclusión, a medida que aumenta la temperatura, mayor es el descongelamiento del permafrost, incrementando también la liberación de CO2 y metano desde el permafrost a la atmósfera, aumentado el efecto invernadero con todas las dramáticas consecuencias de la crisis climática global que recién comenzamos a asimilar y que influyentes líderes  políticos aún se niegan a aceptar. Una Tormenta perfecta.

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