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Chile enfrenta un giro diplomático riesgoso luego del triunfo de la ultraderecha

Para un país como Chile, cuya inserción internacional se ha construido sobre la previsibilidad, la apertura comercial y el respeto al derecho internacional, subirse a un carro ideológico supone más riesgos que beneficios. 

La eventual alineación del nuevo presidente chileno de ultraderecha, José Antonio Kast, con las posturas de la administración de Donald Trump aparece, desde una mirada estratégica, como una decisión profundamente inconveniente para los intereses de largo plazo del país.

No solo por la fragilidad y el horizonte temporal acotado del actual liderazgo estadounidense —al que le restan apenas un par de años—, sino porque implicaría subordinar la política exterior chilena a un eje político en retroceso, errático y crecientemente aislado del nuevo centro de gravedad del sistema internacional.

Trump representa una visión transaccional, unilateral y cortoplacista de las relaciones internacionales. Su política exterior ha demostrado escaso respeto por los acuerdos multilaterales, volatilidad en las reglas del comercio y una tendencia a instrumentalizar a sus aliados según conveniencias internas.

Para un país como Chile, cuya inserción internacional se ha construido sobre la previsibilidad, la apertura comercial y el respeto al derecho internacional, subirse a ese carro supone más riesgos que beneficios.

Aún más cuestionable sería replicar el camino de países como Argentina, que atraviesa una crisis económica estructural, virtualmente en situación de quiebra, y que ha optado por una alineación completamente acrítica genuflexa con Washington. El gobierno argentino, además, está encabezado por un presidente de rasgos más bien caricaturescos, cuya política exterior se apoya más en gestos ideológicos y provocaciones que en una estrategia racional de desarrollo e inserción global. Chile no gana nada asociándose a un socio debilitado, sin capacidad real de influencia ni de arrastre económico.

Tampoco resulta razonable profundizar vínculos políticos con El Salvador bajo el liderazgo de Nayib Bukele. Más allá del relato de “mano dura” que seduce a ciertos sectores conservadores, Bukele se ha transformado de facto en un gobernante autoritario, erosionando las bases democráticas de su país. Además, El Salvador es irrelevante en términos económicos y comerciales para Chile, por lo que una alianza preferente carece de sentido estratégico.

En contraste, Chile debería reafirmar y profundizar su relación histórica con Brasil, la principal potencia económica, política y demográfica de América Latina. Brasil no solo es un socio comercial clave, sino un actor con peso propio en la arquitectura global, integrante de los BRICS, bloque que se perfila como uno de los motores del crecimiento económico mundial en las próximas décadas. Apostar por Brasil es apostar por una América del Sur con mayor autonomía, capacidad de negociación y proyección internacional.

Más aún, la realidad comercial chilena es clara e inequívoca: el eje de su inserción económica está en Asia. Cerca del 60% de las exportaciones de Chile tienen como destino ese continente, comenzando por China, su principal socio comercial. A ello se suman los esfuerzos en curso por ampliar y profundizar acuerdos con India, país llamado a convertirse en una de las grandes potencias económicas del siglo XXI.

Desconocer esta realidad, o subordinarla a alineamientos ideológicos con líderes en declive o caricaturescos, sería un grave error. La política exterior no debería construirse desde la afinidad ideológica ni desde impulsos identitarios. Debe responder a intereses nacionales objetivos, de largo plazo. Para Chile, esos intereses están en la estabilidad, la diversificación de socios, el multilateralismo y una mirada estratégica hacia Asia y las potencias emergentes. Todo lo demás es, en el mejor de los casos, una distracción; y en el peor, un salto al vacío.

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